Los santos inocentes

Para mí la felicidad no existe, su mera búsqueda la hace imposible. Es algo tan efímero y desconocido, y nosotros  tan estúpidos, que no la reconoceríamos ni aunque la tuviéramos delante. Es como una carrera sin meta, en la que al final morimos de puro cansancio. Solo la distingo en los ojos de un niño. Solo la reconozco cuando miro a mi hija, cuando me sonríe, cuando se le ilumina la cara con la cosa mas insignificante. Sólo en la espontaneidad y en la irresponsabilidad de un niño, tiene cabida la felicidad, porque no la busca, porque la tiene dentro, y porque si no la tiene se la imagina.

Por eso mismo, porque he conocido algo parecido a la felicidad en las tardes de juegos con mi hija, en su mirada, en su risa, en su inocencia, al oír la fatal noticia de los pequeños Ruth y Jose la he mirado y no encuentro palabras para describir lo que he sentido. Es una mezcla de rabia, de pena, de amargura, de dolor, de mucho dolor, de angustia, de asco, de vergüenza. Vergüenza por pertenecer a la misma especie que un monstruo perverso, que es capaz de matar a sus propios hijos y quemarlos solo por despecho. La misma especie que alguien sin corazón, sin entrañas, capaz de hacer algo tan aterrador, tan sumamente salvaje con su propia sangre sin que se le encoja el alma al ver la dulce y despejada mirada de su niña o la sonrisa pura de su hijo.

No le diría psicópata, ni enfermo, ni asesino siquiera, ni hijo de puta, que va, no hay adjetivos para un ser tan despreciable.

Un niño debe reir, debe jugar. Un niño debe ser portador de sueños, de felicidad y nunca, jamás debe sufrir de esa manera.

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