Oh lo siento,
de verdad. Siento que los dos o tres lectores (a lo sumo) que se asoman a esta
ventana cada semana tengan que leer mamarrachadas de vez en cuando.
Mamarrachadas como la de hoy. Sospecho que éste maldito verano, ésta calor pegajosa
y desagradable, me tiene derretida una parte del cerebro, precisamente la parte
que uso para escribir.
El verano me
puede, lo siento, y mira que lo intento, me pongo, empiezo, lo escribo, lo leo,
pero tengo que romper lo escrito porque se puede convertir presumiblemente en
un mojón de envergadura indigno de ser publicado.
Hago de
todo, de verdad, pero las ideas no fluyen. Busco por aquí y por allá, para dar
forma a algo, me hago trampas a mí mismo para engañar a la imaginación pero
ésta es mas lista que yo y no cae en las triquiñuelas. Quizás la creatividad,
la inspiración, las ganas de reivindicar o de criticar o simplemente de contar
cosas están aun en la provincia de Cádiz de vacaciones.
Éste quiero
y no puedo me produce un arrebato de odio hacia el verano, hacia el calor,
hacia las sombrillas, hacia los manguitos de mi niña, hacia los pimientos asados,
hacia Georgie Dann…que no me deja ser yo mismo.
Necesito el
café humeante y el pijama de franela para conservar y acurrucar las ideas
dentro. Ahora salen en forma de sudor incomodo para terminar perdiéndose bajo
una ducha fría. Me siento espeso y cansado. Lo siento.
Tengo ganas
de acostarme y despertarme en noviembre, pero el calor no me deja dormir. Añoro
el impacto de la lluvia contra los cristales, el rugido del viento contra mis
persianas y la noche cerrada a las 7 de la tarde. A ustedes qué coño os
importa, lo se, pero yo qué le hago si no puedo.
El verano
que viene emigro a Alaska.
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